Eso de lo que no hablan ni Milei, ni Bullrich, ni Massa
Víctor Fabián Avila Almada tenía 15 años. Iba al colegio, era un buen alumno, entrenaba y los fines de semana recorría con su carro el barrio y la zona de boliches de Adrogué juntando latas y cartones para cumplir con su sueño: comprarse un auto. No pudo ser: una chica de 20 años, que manejaba por la avenida Espora al 2000, lo atropelló y lo mató en la madrugada del domingo 3.
El test de alcoholemia dio positivo: tenía 0,8 gramos de alcohol en sangre. Estudiante de instrumentación, la conductora no paró para auxiliarlo. Poco después se entregó. Está imputada por homicidio culposo agravado.
Fátima, la mamá de Víctor, desconsolada y llorando, repetía; “Nos arruinó, mi hijo era todo para nosotros. Dejó ahí el cuerpo de mi hijo, lo dejó ahí tirado”, mientras clamaba por justicia. La madre de la chica que lo llevó por delante también lloraba, le pedía perdón a la familia de Víctor, explicaba que su hija no era así, que no había visto al chico, que llovía y el limpiaparabrisas estaba roto. ¿Por qué no paró? Porque tenía miedo de que la asaltaran, fue la respuesta.
A Matías Berardi lo secuestraron para pedir rescate en septiembre de 2020, cuando volvía de una fiesta de egresados en un boliche de Costanera Norte a su casa en Ingeniero Maschwitz, Escobar. Llevaba quince horas cautivo en un galpón cuando vio la oportunidad de escapar. Estaba en Benavídez, Tigre, pero no lo sabía. Salió a la calle, corrió desesperado, pidió auxilio a los vecinos, rogó que le dijeran dónde estaba y explicó que lo tenían secuestrado. Detrás suyo, buscando confundir, salió una mujer de la casa donde lo tenían retenido gritando que le habían robado.
Nadie le creyó a Matías. Nadie le abrió la puerta. Pensaron que era un ladrón. Desesperado, siguió corriendo y vio que se acercaba un auto; era un remís. Tal vez intuyó ahí la posibilidad de salvación. Pero el conductor se asustó, pensó que iban a asaltarlo y aceleró. Fue otra oportunidad perdida. Los secuestradores recapturaron a Matías y lo asesinaron.Tenía 16 años.
Vivimos desde hace tiempo en una sociedad atravesada por el miedo. O por los miedos. Y lo primero que destruye el miedo es la solidaridad, dinamitando la empatía y los lazos entre las personas y exacerbando el individualismo, el “sálvese quien pueda”, el “no te metás”.
El miedo levanta muros allí donde es indispensable tender puentes. El miedo en sus distintas formas domina hoy nuestras vidas: miedo a que nos roben o a que nos maten. Miedo a que nos atropelle un conductor irresponsable o alcoholizado, o simplemente, como sucede en muchas zonas del Conurbano a partir de cierta hora, uno que no pare en un semáforo por miedo a que lo asalten. Miedo a perder el trabajo o a no conseguirlo; miedo a que la plata no alcance y amenace la calidad de la educación de nuestros hijos, la salud, el presente, y el futuro.
“De lo único que tenemos que tener miedo es del miedo mismo”, dijo Franklin Delano Roosevelt en su discurso al asumir por primera vez la presidencia de los Estados Unidos el 4 de marzo de 1933, en medio de la Gran Depresión. Llevar tranquilidad a la sociedad, desterrar el miedo en los ciudadanos, entendía como la tarea mayor de la política.
Pero muy lejos de eso, el miedo se ha convertido en un instrumento de la política. En una sociedad que ya vive atenazada por el miedo, de la inseguridad para abajo, es un fantasma que se agita para condenar al rival, que de paso se ha convertido en enemigo, y ganar así el favor de los votantes. Inescrupulosa e irresponsablemente.
“Miedo” se llama el libro que escribió sobre Trump el periodista Bob Woodward, el que junto a su colega Carl Bernstein destapó Watergate, el escándalo de espionaje ilegal que terminó con la caída del entonces presidente Richard Nixon. En su trabajo, Woodward cita una frase de Trump que dice “El verdadero poder es -ni siquiera quiero usar la palabra- el miedo”.
También lo agitó Cristina Kirchner en su presidencia, “Hay que temerle a Dios y también un poquito a mí”, dijo, haciendo uno de sus mohínes característicos. Y ahora, en plena campaña, han sido muchos los que echaron mano del recurso a diestra y siniestra.
Desde las amenazas por perder derechos que en rigor o ya se perdieron o nunca se alcanzaron hasta el baño de sangre en las calles pasando por el “ajuste acompañado por un proceso de represión”, la salida anticipada en helicóptero, el “vuelan todos en pedacitos si a Cristina le hacen lo mismo que a Lula” o una andanada de violaciones a los derechos humanos, cualquier argumento se esgrimió echando leña al fuego de una sociedad convertida ya en hoguera, sin lugar para un fósforo más, que en 50 años pasó de una pobreza del 3% a cerca del 40%.
En su libro “La sociedad del miedo”, el filósofo y sociólogo alemán Heinz Bude afirma que hoy somos individuos solitarios, y que, si no nos abrimos a los demás, fracasaremos. “El desgaste y el cansancio para los grupos sociales -advierte- son, con frecuencia, los mismos a pesar de sus muy distintas oportunidades. Uno de repente no sabe qué hacer y cree que la vida entera se deshace”.
No habla específicamente de Argentina 2023, pero podría. La sociedad que describe está dominada por la incertidumbre, la rabia contenida y una amargura que lo sobrevuela todo: desde el mundo del trabajo hasta el de los afectos, pasando por la política y la economía.
“El verdadero opuesto al miedo no es el coraje sino la solidaridad”, enseña Bude. Por estos lados, ninguno de los candidatos presidenciales parece reparar en esa sociedad rota que clama desesperadamente por que se restaure la confianza perdida. No a partir de promesas que ya no engañan a nadie, ni de fórmulas trasnochadas, ni de fantasías populistas sin la menor relación con la realidad. Hay exceso de palabras vacías de contenido y de propuestas facilistas que se evaporarán al primer minuto de gobierno.
Hay una sociedad harta y agotada, que sobrevive como puede desde hace mucho. Una sociedad que a fuerza de mentiras perdió la esperanza. Una sociedad rota que necesita juntar sus pedazos, recrear los puentes, poner en marcha todo su potencial. Una sociedad que necesita levantar la frente y ponerse, finalmente, de pie.
Fuente: Clarín